Los avances recientes en sensores de sudor están cambiando la forma en que entendemos el cuerpo humano. Ya no se trata solo de medir pasos o pulsaciones, sino de traducir lo que segregamos en información valiosa, a través de un contacto directo, continuo y no invasivo.

Una de las tecnologías más prometedoras es la de los sensores electroquímicos flexibles, capaces de detectar con precisión electrólitos como sodio, potasio o cloruros, además de metabolitos como glucosa o lactato. Estos sensores pueden integrarse en parches adheridos a la piel, funcionando como pequeñas estaciones de análisis bioquímico portátiles.

Otro tipo interesante son los sensores ópticos, que emplean técnicas como colorimetría, espectroscopía Raman o fluorescencia para traducir la presencia de ciertas moléculas en señales visuales. Su ventaja principal radica en la rapidez y facilidad de lectura, ya que no requieren contacto directo con líquidos o electrodos complejos.

El desarrollo de sistemas microfluídicos ha sido clave para mejorar la precisión. Estos dispositivos recogen el sudor recién generado y lo canalizan por diminutos tubos, aislándolo de contaminantes externos o del sudor antiguo acumulado en la piel. Es como servir agua de una fuente limpia, evitando que se mezcle con residuos del pasado.

Uno de los desafíos más ambiciosos en este campo es la estimación de glucosa no invasiva. Aunque la correlación entre glucosa en sudor y en sangre aún no es perfecta, los investigadores están desarrollando modelos matemáticos para mejorar esa relación. La idea de que un parche pueda sustituir los pinchazos diarios en personas con diabetes está cada vez más cerca.

Finalmente, los sensores autoalimentados abren una puerta a wearables verdaderamente autónomos. Aprovechan la propia sudoración, o incluso su evaporación, como fuente de energía, lo cual reduce la dependencia de baterías externas y alarga el tiempo de uso sin necesidad de recargas.

El sudor como «moneda de datos»

Cuando se habla de convertir sudor en moneda de datos, no se trata de ciencia ficción. La información extraída de nuestro cuerpo mediante estos sensores puede tener un valor significativo en diversos sectores.

En el ámbito de la salud personalizada, el seguimiento continuo de biomarcadores en el sudor permite detectar deshidratación, niveles de estrés o cambios metabólicos sin necesidad de visitas médicas constantes.

Para la investigación médica, acceder a datos en tiempo real de miles de usuarios podría abrir nuevas líneas de estudio sobre enfermedades crónicas, patrones de salud poblacional o respuestas a tratamientos.

En el deporte de alto rendimiento, medir la tasa de sudoración, la pérdida de electrolitos o la presencia de lactato puede optimizar los entrenamientos y mejorar la recuperación. Es como tener un entrenador biológico que habla el idioma de tu cuerpo.

Incluso sectores como los seguros de salud o el bienestar corporativo podrían beneficiarse. Una empresa podría ofrecer wearables a sus empleados y ajustar beneficios, primas o programas de salud según los datos recopilados.

Y sí, también el marketing encuentra su lugar. Si un sensor detecta actividad física intensa o patrones de consumo determinados, podría personalizar ofertas, recomendar productos o servicios en función del estado fisiológico del usuario.

Retos técnicos y éticos

Pese a sus enormes posibilidades, estos avances enfrentan obstáculos importantes. Uno de ellos es la precisión. El sudor no siempre refleja con fidelidad lo que ocurre en otros fluidos corporales como la sangre. Variables como el tipo de piel, el nivel de actividad, la localización del sensor o la temperatura ambiente pueden alterar los resultados.

La privacidad y el consentimiento son otro punto crítico. Los datos biométricos son extremadamente sensibles. Saber quién los recopila, con qué propósito y bajo qué condiciones debe ser tan transparente como legible.

También hay cuestiones de regulación. Si estos dispositivos se utilizan con fines médicos, deberán cumplir normativas específicas, tanto en materia de protección de datos como en certificación de dispositivos sanitarios.

En el plano ético, surgen dudas sobre el acceso equitativo a estas tecnologías, su uso potencial para controlar a empleados o ciudadanos, o incluso la posibilidad de discriminación en seguros si se perfilan riesgos individuales mediante sensores corporales.

Desde el punto de vista técnico, aún hay retos por resolver: lograr que los dispositivos sean energéticamente eficientes, que no irriten la piel, que resistan el uso diario, que almacenen y transmitan datos de forma segura y que no dependan de infraestructuras costosas para funcionar.

La economía de los datos fisiológicos

Este nuevo paradigma plantea una economía donde el valor está en el dato, y el cuerpo humano se convierte en una fuente constante de información comercializable.

Las empresas tecnológicas, marcas deportivas, aseguradoras o entidades de salud podrían pagar por el acceso a datos agregados que revelen tendencias fisiológicas, patrones de actividad o niveles de bienestar. Esos datos, una vez anonimizados, podrían alimentar sistemas de inteligencia artificial, diseño de productos o estrategias de mercado.

También podría surgir un modelo de producto + servicio, en el que los wearables se venden a bajo coste pero se monetiza el acceso a paneles personalizados, recomendaciones o informes médicos de valor a través de suscripciones.

Los mercados secundarios de datos, aunque atractivos para las empresas, son terreno resbaladizo. Si bien la venta de datos anonimizados para investigación podría tener beneficios sociales, también puede abrir puertas a usos no consentidos o discriminatorios.

Para que este modelo funcione, el usuario debe sentirse beneficiado. Incentivos claros como mejora de salud, descuentos en seguros o acceso a servicios personalizados pueden ser clave. Pero más aún, la transparencia en el uso de los datos y el respeto a la voluntad del usuario serán esenciales para construir confianza.

Un enjambre de satélites diminutos está cambiando la forma en que cartografiamos la Tierra

Durante mucho tiempo, la observación de la Tierra desde el espacio estuvo dominada por grandes satélites, costosos y complejos, operados por agencias espaciales o grandes corporaciones. Pero esa realidad ha cambiado radicalmente gracias al desarrollo de los nanosatélites y CubeSats, dispositivos tan pequeños que algunos caben en la palma de una mano. Aunque no tienen literalmente el tamaño de una abeja, como a veces se dice de forma metafórica, representan un salto enorme en eficiencia, escalabilidad y acceso a la información desde el espacio.