A comienzos del siglo XVII, Edo no era más que un asentamiento modesto en el este de Japón. Su transformación comenzó en 1603, cuando Tokugawa Ieyasu eligió esta ciudad como base del nuevo gobierno militar que lideraba. Desde ese momento, Edo se convirtió en el corazón administrativo del shogunato Tokugawa, el centro desde el cual se controlaría el país durante más de dos siglos.
A pesar del aislamiento internacional impuesto por el sakoku, que limitaba severamente los contactos con el exterior entre 1639 y 1853, Edo vivió un auge demográfico y cultural que sorprende por su escala. En una época en la que muchas ciudades europeas sufrían crisis sanitarias y conflictos internos, la capital japonesa multiplicaba su población de forma casi exponencial.
Una ciudad que se expande desde dentro
En torno a 1600, Edo tenía una población estimada de entre 60.000 y 150.000 personas. Pero apenas medio siglo después, en 1650, la cifra había ascendido a unos 400.000 habitantes. Y para el año 1700, la ciudad ya acogía a más de un millón de personas, situándose por delante de ciudades como Pekín, Londres o París.
Este crecimiento no se debió a la inmigración internacional, que estaba completamente restringida. Fue el resultado de un proceso de migración interna y de una organización política que incentivaba el movimiento hacia la capital. Uno de los factores determinantes fue el sistema sankin kōtai, una obligación impuesta a los daimyō, los señores feudales regionales, de residir en Edo de forma alternada. Cada uno de ellos viajaba a la ciudad con sus familias, sirvientes y soldados, lo que implicaba desplazar a miles de personas.
Este sistema generó una demanda constante de servicios: viviendas, mercados, ropa, alimentos, entretenimiento. Cada nueva llegada de un daimyō implicaba el movimiento de una comitiva numerosa, y eso estimuló la economía urbana. Edo se llenó de barrios especializados, tiendas, talleres y espacios de ocio para dar respuesta a esta población tan diversa.
Sociedad jerárquica, ciudad activa
A diferencia de muchas otras ciudades del mundo, la estructura social de Edo estaba fuertemente jerarquizada, pero también claramente funcional. Alrededor del 10% de sus habitantes eran samuráis, la clase guerrera al servicio del shogunato. Aunque muchos de ellos no combatían, mantenían una posición privilegiada.
El 60% de la población urbana estaba compuesta por comerciantes y artesanos, que eran el motor de la economía local. Este grupo incluía a carpinteros, alfareros, vendedores de comida, artistas y todo tipo de profesionales que hacían funcionar la ciudad. El resto eran campesinos que, aunque residían sobre todo en las afueras o zonas rurales, mantenían una relación constante con la ciudad a través del intercambio de productos.
La estabilidad política del período Edo permitió el desarrollo de una economía de consumo urbano inédita hasta ese momento en Japón. Se podría comparar con una gran máquina de relojería: cada pieza cumplía una función, y el equilibrio general permitía que todo funcionara con relativa armonía.
Cultura en plena ebullición
A pesar del cierre al exterior, Edo fue un hervidero de actividad cultural. El teatro kabuki conquistó a las masas, combinando drama, música y vestuario en un espectáculo visualmente impactante. El ukiyo-e, género de grabados en madera, capturaba escenas de la vida urbana, paisajes y actores famosos, convirtiéndose en una forma de arte accesible y popular.
La literatura también floreció, con géneros que reflejaban la cotidianidad y el humor de la vida urbana. Autores como Ihara Saikaku narraban las vidas de comerciantes, cortesanas o samuráis con una mezcla de ironía y realismo. Era como si, pese a no mirar hacia fuera, Edo hubiese desarrollado un universo cultural interno, autorreferencial y muy rico.
Autosuficiencia y red comercial interna
Una de las claves que explican el crecimiento de Edo fue su autosuficiencia alimentaria. Lejos de depender de importaciones, Japón había mejorado notablemente sus técnicas de cultivo, en especial las relacionadas con el arroz. Se ampliaron y modernizaron los arrozales, se construyeron nuevos canales de riego y se organizaron sistemas de distribución eficientes.
La ciudad también formaba parte de una extensa red comercial interior, que conectaba Edo con Osaka y Kioto. Muchos productos llegaban a través de barcos que subían por la bahía y descargaban mercancías que alimentaban los mercados de la ciudad.
Este flujo constante permitió que Edo se abasteciera sin interrupciones, algo fundamental para una ciudad que superó el millón de habitantes durante varias décadas. La infraestructura urbana se adaptó a estas necesidades, con calles bien organizadas, canales y zonas destinadas a distintos gremios.
Un gigante urbano antes de la industrialización
El caso de Edo resulta singular porque su crecimiento no estuvo impulsado por la industrialización, como ocurrió en otras grandes ciudades del siglo XIX. En lugar de fábricas, había talleres artesanales. En lugar de grandes infraestructuras modernas, había un sistema tradicional pero muy eficiente. La ciudad funcionaba como una red descentralizada de barrios, donde cada comunidad gestionaba sus propios asuntos.
Este modelo urbano permitió que Edo alcanzara su pico demográfico hacia 1750, con entre 1,1 y 1,2 millones de personas. A partir de entonces, la población se estabilizó y comenzó un ligero descenso, manteniéndose en torno al millón hasta mediados del siglo XIX.
Durante todo el período sakoku, Edo fue la ciudad más poblada del mundo, un título que muchas veces se pasa por alto en los manuales de historia urbana.